Nadie nace aprendido.
O mejor dicho: nadie nace sin ser idiota.
Partiendo de la base de que nos pasamos los primeros años de nuestra existencia babeando y cagándonos encima, cualquiera diría que tendríamos más asumido el hecho de que la gente tiende a cambiar. Algunos evolucionan, otros involucionan. Los hay que dan vueltas en círculos y también existen las personas palíndromas. Pero lo raro es no variar ni un ápice. Por supuesto, están aquellos que empezaron siendo imbéciles y siguieron siéndolo durante toda su vida, pero incluso en esos casos dicha imbecilidad va adquiriendo nuevos matices con el paso del tiempo.
Como es lógico, esto no se limita sólo al individuo, porque la sociedad también cambia con él. Esto significa que hay corrientes de pensamiento, formas de actuar o conceptos que durante una época son considerados como perfectamente razonables, pero que apenas un par de años después serán percibidos como una auténtica salvajada. Gente que tiempo atrás fue tomada como ejemplo paradigmático del progresismo, quizá hoy sería vista como la personificación del facherío más rancio. Siendo exactamente la misma persona y exhibiendo los mismos comportamientos.
No es algo malo. Todo lo contrario. Significa que, colectivamente, los habitantes de este planeta hemos adquirido conciencia de nuestros malos hábitos e intentamos corregir el rumbo, siempre con el objetivo de mejorar como especie. Y eso siempre está bien. De verdad que sí.
Sin embargo, todo esto tiene un pequeño problema: Internet.
Resulta que —quién lo iba a decir— las redes sociales que llevamos usando alegremente durante la última década tienen un impacto negativo en nuestras vidas que no habíamos previsto. Actualmente, casi cualquier persona que las utilice con asiduidad está expuesta a que su yo del pasado vuelva para follarle la cara muy fuerte, sin que se pueda hacer gran cosa para evitarlo.
Hagamos un pequeño ejercicio de imaginación. Pongamos que tú, querido lector, eres un director de cine a quien hace ocho años no conocía ni el tato. Pongamos que tus películas se dirigían a un nicho de mercado muy específico y que roza lo marginal. Pongamos que usabas Twitter y que tus únicos seguidores eran los mismos que consumían ávidamente tus grotescos films. Pongamos que allí hacías gala de tu sentido del humor, bastante borrico y negruno, que consistía básicamente en bromear sobre todos los temas tabú que se te pudieran ocurrir en aquel momento. Pongamos que tus followers entendían perfectamente que estabas tratando de hacer comedia, ya que no se alejaba mucho a la que empleabas en tus películas. Y ellos estaban más que familiarizados con tus películas. De lo contrario, ¿por qué demonios te iban a seguir en Twitter?
¿Y qué era Twitter hace ocho años? Esa plataforma que sólo utilizaban los cuatro gatos que se creían especiales por no usar Facebook. Esa barra de bar, como la de Cheers, donde todo el mundo sabe cómo te llamas. Ese lugar para desahogarse. Esa eterna partida online a Cartas contra la Humanidad donde ser edgy no sólo no estaba mal visto sino que se premiaba con viralidad instantánea. A todos nos haría bien recordar que antes de que los tweets pudieran convertirse en titulares de periódico, el servicio era tan poco frecuentado que la gente podía permitirse el lujo de hacer «quedadas de Twitter» en sus respectivas ciudades y que prácticamente cupiesen todos en el sótano de algún bar de la calle Muntaner.
Pongamos que en 2018, por lo que sea, resulta que te has convertido en un director muy famoso gracias a haberte encargado de dos de las películas más taquilleras de la historia y formar parte de una franquicia cinematográfica multimillonaria sin precedentes. Pongamos que tus tiempos de cineasta salvaje y provocador pasaron a mejor vida. Que ya no tienes que llevar esa careta puesta todo el día, sino que has encontrado un nuevo público gracias a mostrar unas sensibilidades distintas a las que otrora te caracterizaban.
Pongamos que decides aprovechar tu relativamente nueva exposición mediática para criticar públicamente las dudosas prácticas que ejerce el gobierno de tu país. Pongamos que te enzarzas en una discusión en línea con algún simpatizante nazi. Pongamos que ese simpatizante nazi en cuestión decide que sería una brillante idea rebuscar en la basura de tu timeline y reflotar algunos tweets escritos durante tu etapa canallita para desacreditarte. Pongamos que te dio por bromear sobre sinopsis de películas ficticias que, quizá, consistían en árboles mágicos comiéndole la polla a niños.
Estarías jodido.
Pues esto es lo que le pasó al bueno de James Gunn, ahora conocido por ser el director de las dos entregas de Guardianes de la Galaxia, pero cuyas raíces se encuentran en el cine basuresco y transgresor de la Troma. De nada sirvieron las disculpas. Gunn fue despedido fulminantemente por Disney en cuanto Mike Cernovich —ultraderechista chunguísimo, instigador de teorías conspiranoicas tan infames como la del Pizzagate— se dedicó a recopilar y exponer tweets del pasado en los que Gunn empleaba un humor de dudoso gusto. Por supuesto, éste asumió la responsabilidad de sus escritos y entendió la decisión de sus jefes. Poco después fue denigrado a asumir la peor condena con la que se puede castigar a un ser humano: tener que trabajar para DC.
En la secuela de Escuadrón Suicida, ni más ni menos. Putos monstruos.
Si hubiera sido pedófilo de verdad, las consecuencias no habrían sido tan graves.
De entrada, ya me parece feo que se castigue algo que en el fondo no deja de ser humor. Sea más o menos acertado, de mejor o peor gusto, pero humor al fin y al cabo. Humor que, además, estaba dirigido hacia un público muy específico y que se publicó mucho antes de que las redes sociales adquiriesen la relevancia que tendrían en un futuro. Humor que fue concebido mucho antes de que nos imaginásemos que podría ser reempaquetado, desprovisto de su contexto original, negándosele la posibilidad de ser visto como el comentario irónico que pretendía ser en un principio y utilizándolo así como arma arrojadiza contra su emisor original.
Que quede muy claro que ni siquiera considero que James Gunn hiciera algo moralmente reprochable, pero puedo estar equivocado y desde luego habrá mucha gente que piense lo contrario a mí. No el equipo de la película, desde luego, que no tardaron en mostrar públicamente su apoyo incondicional. Aun así, imaginando que sus actos hubieran sido en realidad tan horribles, ¿cuál sería la lección que estamos dando aquí?
¿Estamos sugiriendo acaso que no tenemos derecho a haber tenido un pasado? ¿Que nuestros antiguos comportamientos tienen que dictar sí o sí quiénes somos a día de hoy, pese a haberlos corregido con el tiempo? ¿Queremos establecer un estándar absolutamente irreal según el cual todo el mundo no sólo debería ser perfecto, sino que además tiene que haberlo sido desde el principio? ¿Que hay que descartar por completo la posibilidad de cambio y evolución en la forma de pensar de cada uno?
Y de ser así, ¿qué es lo que tendríamos que hacer en estos casos? ¿Deberíamos borrar preventivamente cualquier cosa que hayamos escrito en Internet? ¿Tenemos que deshacernos de cualquier evidencia de que ha habido un proceso de mejoría? Porque entonces, ¿qué mensaje le estamos mandando a los cretinos? ¿Que no pueden dejar de ser lo que son porque, en cualquier caso, les vamos a echar en cara eternamente el hecho de haberlo sido? ¿Que no hay ninguna salida? ¿Que es casi preferible quedarse tal cual antes que cambiar y que alguien te tache de hipócrita por contradecirte a ti mismo?
Todo el mundo sabe que los equívocos forman una parte imprescindible en cualquier tipo de aprendizaje. Si lo único que hacemos es castigar (y esconder) el equívoco en lugar de valorar el cambio, la gente no va a tener incentivo alguno para aprender.
Y joder. Eso está feo.
No os extrañará viniendo de un blog que lleva por título una aberración extraña con mi nombre de pila, pero os aviso de que la cosa se va a poner un poco personal a partir de este párrafo.
Llevo más de doce años escribiendo en esta página. La mitad de mi vida, concretamente. Y ya que no soy, ni he sido, ni seré jamás la mejor persona del planeta, esto significa que yo por aquí he escrito cosas chungas. Pero que muy chungas. Algunas en plena preadolescencia, sí, pero otras ya recién entrado en la mayoría de edad. Cada vez que hago el poco recomendable ejercicio de echar la vista atrás y leer algún escrito mío del pasado acabo echándome las manos a la cabeza. Y no sólo por la cantidad ingente de faltas de ortografía que cometía.
Tampoco pretendo fingir haber mutado, de repente y espontáneamente, en un modelo de conducta ejemplar. No, no me he convertido en un ser de luz gracias a una epifanía celestial que me haya hecho cambiar y replantearme todos los aspectos de mi ser. No. Dejémoslo claro: sigo siendo un gilipollas y sigo cagándola más o menos a diario. Lo único que sí puedo aportar en mi defensa es que hace cinco años era indudablemente peor. No digo que no sea un cretino, sino que lo soy menos que antes.
Lo que pasa es que Internet.
Y claro. Este blog recoge más de mil entradas cuyo contenido dejó de representarme de forma progresiva. Que sí, que también sería justo reconocer que casi todo fue escrito en tono jocoso y sin intención alguna de ser tomado particularmente en serio. No dejaban de ser los vómitos de un niño frustrado y con las hormonas venidas a más, alguien a quien le urgía la necesidad de desahogarse haciendo el borrico. Y ojo, que aquí era donde lo hacía de forma moderada y atendiendo a razones y argumentos. Si removiésemos mi cajón de Twitter, nos encontraríamos con tal abundancia de movidas turbias que si me diera por publicarlas hoy en día lo raro sería que no acabase en la cárcel seis veces.
Los límites del humor.
Y no es que me avergüence de mis intenciones pasadas, que en realidad siguen siendo un poco parecidas a las presentes. No pretendo dejar de bromear con temas delicados ni renunciar al humor negro, pero sí que hay un compromiso por mi parte de cara a hacerlo mejor: formándome, sofisticándome, intentando apuntar mejor hacia mis objetivos y madurar mi estilo hasta que mis delirios contribuyan —aunque sea de forma ínfima— a mejorar el planeta en el que vivo. O, por lo menos, a no crear más monstruos que frecuenten Forocoches de manera habitual. Soy consciente de que un escritor no puede pretender responsabilizarse al 100% de cómo va a ser interpretada o utilizada su obra, pero tampoco está de más el tratar de no ponérselo en bandeja a los nazis. Ni gustarles ni darles margen para que te busquen un jaleo.
Pero entonces, volviendo al dilema de antes, ¿qué hacemos con lo viejo?
Si lo borro, me parecería un acto absolutamente deshonesto con mis lectores y conmigo mismo. Si no lo borro, lo más seguro es que algún día acabe en una prisión turca. Y eso sin contar con que tendré que renunciar a cumplir al sueño de mi vida, que como todo el mundo sabe es dirigir una secuela directa a DVD de Los Aristogatos. Al verme en esta situación y no tener ni puñetera idea de si las aguas terminarán calmándose en algún momento y la gente recupere su derecho fundamental a haber sido subnormal, lo único que puedo hacer ahora mismo es seguir el ejemplo de aquellos que se vieron una situación parecida a la mía y actuaron —a mi entender— de forma modélica.
Recordaréis (o no, porque puede que no seáis unos putos nerds pese a estar leyendo esto) que hace unos cuantos años Warner Bros quiso reeditar en DVD los cortos clásicos de los Looney Tunes. Lo malo es que no tardaron en darse cuenta de que esas piezas animadas, pese a tener un indudable valor histórico y artístico para la compañía (y para la animación en general), por lo visto también atufaban a chotuno de lejos. Ni Bugs Bunny ni el Pato Lucas eran capaces de desviar nuestra atención de la innumerable lista de estereotipos racistas de los que hacían gala sin pudor alguno aquellos cortos.
Debatiéndose entre autocensurarse o no, finalmente optaron por distribuirlos tal y como fueron concebidos en primer lugar. Pero no sin antes avisar con la siguiente imagen:
Este aviso, que en posteriores lanzamientos similares vino acompañado de una serie de vídeos protagonizados por Whoopi Golberg, venía a decir que los cortos eran productos de su tiempo y que representaban unos prejuicios raciales bastante comunes de la época en que fueron realizados. También dice que, aunque esos estereotipos estuvieran mal entonces y sigan estando mal ahora, pese a no representar los valores actuales de la compañía no iban a ser modificados. Porque hacerlo sería como fingir que esos prejuicios nunca existieron en primer lugar. Y eso sería peor.
No os voy a mentir. Ardo en deseos de poder hacer mi secuela directa a DVD de Los Aristogatos, así que voy a seguir luchando por ello hasta que me muera. Por tanto, he decidido tomar ejemplo de Whoopi Golberg y armarme de valor para grabar yo mismo un vídeo que ejercerá de disclaimer para delimitar los posts antiguos y los escritos a partir de 2018. Así, quien descubra por primera vez en esta página sabrá que si sigue haciendo scroll se encontrará con una versión definitivamente más chunga de mi persona. Se podrá cagar en mis muertos con todo el derecho del mundo, pero al menos irá sobre aviso.
Sin más dilación, aquí tenéis a un blogger bajándose los pantalones muy fuerte:
Desde mi más tierna infancia siempre tuve problemas capilares. Nunca me sentí particularmente cómodo con mi cabello, ya fuera por un motivo o por otro. Hace una década lucía un exceso de pelazo que habría despertado las envidias del mismísimo Justin Bieber. En sus buenos tiempos, digo, antes de que mutase inexplicablemente en Miley Cyrus. Pero yo lo odiaba. Así mismo, no había cosa que me diera más pereza en esta vida que tener que ir tantas veces al barbero. Era necesario, no cabía duda, pues el pelo me crecía a una velocidad vertiginosa y a la mínima que me descuidase terminaba sacándome un ojo con mi propio flequillo.
Como era de esperar, los años pasaron y no en balde. A día de hoy sigo teniendo problemas con mi pelo, pero por el motivo diametralmente opuesto: la escasez. Y se manifiesta de la forma más ingrata posible, que es la selectiva. Esto significa que sigue creciendo, con rapidez y en abundancia, pero dejando en mi frente el espacio suficiente como para aparcar una flota entera de autobuses. Sigo viéndome obligado a acudir con asiduidad al barbero, pero este odioso ritual ha adquirido ahora una nueva pátina de tristeza. Y es que antes me lo cortaba para no parecer un cantante de rock, pero ahora me lo corto para no parecer la versión pobre de Donald Trump.
La involución.
Cuando se manifestaron las primeras señales, cuando vi que mi otrora lustrosa cabellera rubia tenía fecha de caducidad, tomé una decisión muy seria: en un futuro, yo iba a ser calvo o iba a estar gordo. O una cosa o la otra. Las dos ya no. Las dos ya es vicio. Por tanto, ante la evidencia de que lo primero estaba a punto de hacerse realidad, tuve que tomar cartas en el asunto sobre lo segundo. Aquí es cuando empezó mi tormentosa odisea nacida con el objetivo de no convertirme en un calvo gordo con perilla y camisetas anchas de esos que montan un podcast sobre videojuegos y los graba por Skype con sus amigos imaginarios.
Lo que sí tenía bastante claro era que jamás me iba a comprometer a hacer ejercicio de forma regular. Ni de forma irregular tampoco. Y de que lo más parecido que iba a hacer a ponerme a dieta sería pasarme a la Coca-Cola Zero. Así que eso fue exactamente lo que hice. De un día para otro me convertí en todo aquello a lo que siempre había odiado, transicionando de forma definitiva hacia las bebidas light. Incluso, en mis horas más bajas, confieso que llegué a coquetear con la Coca-Cola Zero Sin Cafeína. Y en latas pequeñas, de esas de 220cl. Porque no se puede ser más hijo de la gran puta.
En diciembre del año pasado contraje unas anginas terroríficas que coincidieron con las cenas de Navidad, por lo que fui el único miembro de mi familia que perdió peso durante aquellas fechas. Una vez recuperado de salud, decidí aprovechar la inercia y dejar de picar entre horas. Cierto es que mi concepto de «picar entre horas» no dejaba de ser un eufemismo de «arrasar con la nevera a altas horas de la madrugada, en deliciosos y catárticos arrebatos de bendita autodestrucción», así que cualquier cambio en ese aspecto iba a ser para bien.
Diciembre de 2017 vs. Junio de 2018
¿Y quién me iba a decir —aparte de cualquier persona a quien se lo hubiese preguntado— que la clave estaba en no pegarme atracones y dejar de consumir Coca-Cola en cantidades industriales? Como veis, gracias a estos dos pequeños ajustes en mi alimentación, conseguí perder la friolera de veinte kilos en el último medio año.
El avispado lector podrá comprobar que ambas fotos están recortadas, pero esto no se debe a que haya querido hacer trampa dejándome medio cuerpo fuera ni nada por el estilo. Mi decisión de recortar las imágenes se debe a dos motivos perfectamente razonables:
1 – Mi gusto con los calcetines es tan terrible que podría inspirar perfectamente el guión de alguna película de terror psicológico. Una que fuera, a su vez, una metáfora sobre la guerra de los Balcanes y de las atrocidades que allí se cometieron en nombre de la patria.
2 – Cuando me peso, procuro hacerlo yendo completamente desnudo. Al menos de cintura para abajo. Por tanto, es inevitable que se cuele algún trozo de polla en la foto. Nada grave, en realidad, tan sólo un matiz. Un número ínfimo de píxeles. Una información microscópica que, si bien la mayoría de vosotros no detectaríais a simple vista, lo más probable es que sí os jodiera la cabeza de forma subconsciente y no pudierais dormir durante varios meses sin que supierais muy bien el porqué.
De todos modos, tengo que confesar que no fue fácil. Los primeros días sufrí lo que no estaba escrito y me costó muchísimo resistir la tentación. Menos mal que contaba con la ayuda de mi querido amigo Mateu, quien no escatimó en mandarme mensajes de apoyo moral mientras yo le iba haciendo un seguimiento semanal de mis avances con la báscula.
Siempre me ha conmovido su plena confianza en mí
Pero ahora el reto ya está superado y los resultados no han tardado en hacerse notar: ahora ya puedo volver a intentar autofelarme y que al fracasar el problema sea mi falta de flexibilidad y no la barriga obstruyéndome el paso. Antes no me podría haber rozado ni media punta aunque me hubieran quitado las costillas. Ahora ya estamos unos cuantos pasos más cerca de cumplir el sueño.
Lo malo viene —y aquí soy plenamente consciente de que me estoy quejando de vicio— cuando percibo que las reacciones por parte de mi entorno empiezan a ser demasiado entusiastas. Frases como «¡Qué bien te veo!», «Estás mucho mejor ahora» o «Vaya cambio» se agradecen de primeras. No dejan de ser halagos, al fin y al cabo. Pero son halagos con trampa. Llegados a cierto punto, uno no puede evitar pensar en el tiempo que toda esta gente ha estado muriéndose de asco ante mi presencia sin atreverse a decirlo abiertamente hasta ese preciso instante.
La ironía es que el único momento en el que esperaba una reacción de estas características era en la reunión de ex-alumnos que se celebró hace unos meses en mi instituto. Porque está claro que a estos eventos uno va para molar y demostrar que ha dejado de ser el parguela de quien todos se reían en sus años mozos. El problema es que yo empecé a ponerme tocino de verdad justo al terminar las clases. En consecuencia, al haber perdido ahora todo el peso que había ganado en estos años, nadie se percató de la proeza que había realizado. No notaron diferencia alguna, más allá de que ahora estaba más calvo.
El único testigo real de mi cambio fue un señor con el que siempre había guardado ciertos paralelismos. Era un tipo con el que compartía centro educativo, pero no generación. Él era unos cuantos años mayor que yo, aunque estaba claro que éramos equivalentes el uno del otro: los dos éramos frikis, gordos y los marginados de nuestra promoción. Siempre nos observábamos durante las horas del recreo, resultando muy obvio que nos usábamos de consuelo mutuo.
Cuando yo estaba de bajón, me alegraba un poco echarle un vistazo a lo lejos y comprobar que a él le iba peor que a mí. Y viceversa, claro, que el muy cabrón también se animaba cuando veía que me había salido acné o que mis compañeros de clase me escupían en la cara. Al vivir en el mismo barrio, esta bella tradición siguió manteniéndose con los años. Nos teníamos ya fichados. Cada vez que nos cruzábamos por la calle, el que creía dar menos asco de los dos en ese momento esbozaba una pequeña sonrisa. Huelga decir que el día de la reunión él apenas era capaz de ocultar la ira en su rostro.
Pero si hay algún colectivo que ha salido damnificado de verdad ha sido el de mis ex-novias. La mayoría ni siquiera se creían el cambio hasta que pudieron verlo con sus propios ojos. De hecho, al enviarles las fotografías de la báscula me llegaron a preguntar si me había amputado una pierna o algo por el estilo. Luego, al comprobar que seguía estando de una pieza, más de una —aparte de cagarse en mis muertos— me echó en cara que estando con ella no sólo no fuera capaz de perder ni un solo kilo sino que además no vacilase ni medio segundo antes de jalarme entero un cubo del Kentucky Fried Chicken sin pestañear.
Entiendo la frustración. ¿Quién podría resistirse a un pedacito de esto?
Y lo peor de todo esto es que ya no hay vuelta atrás. Bajar el listón ya no es una posibilidad viable. En cuanto note que la gente deja ya de alegrarse por mi estado físico, cuando vuelvan a guardar silencio al verme aparecer, no me quedará otra opción que asumir que les estoy volviendo a dar repeluco. Porque antes era algo que me podía imaginar, pero que no sabía a ciencia a cierta. Era una simple sospecha. Ahora, en cambio, ya no cabe lugar para la duda. No sé cómo voy a sobrellevarlo cuando esto ocurra, de forma inevitable, en algún futuro. Pero de momento me aventuraré a decir que era mucho más feliz en mi ignorancia.
Como agravante final, llevo unas cuantas semanas viviendo solo en un país extranjero. Será sólo durante unos meses y por motivos estrictamente laborales. El caso es que me estoy viendo por primera vez en la vida ante la tesitura de tener que autogestionar al 100% mi alimentación sin depender de mi familia. Esto es bueno, porque no tengo a mi abuela intentando cebarme noche tras noche, pero que no haya nadie vigilando la nevera también tiene sus riesgos. Aun así, en este tiempo que llevo a solas he sido capaz de mantener mi peso y seguir llevando una alimentación equilibrada y saludable. El único problema real es que…
Me.
Muero.
Por.
Comerme.
Un.
Kebab.
Por una serie de diversos motivos en los que no voy a entrar hoy, pero que podrían resumirse en «soy un fracaso de persona» y «a este paso no me voy a emancipar hasta los cincuenta», me he visto obligado a vivir con mis abuelos durante la mayor parte de mi (cada vez menos) corta existencia. Y en todo este tiempo que llevo compartiendo mi vida y hogar con familiares de la tercera edad he aprendido una valiosa lección que procedo a compartir con vosotros: no os dejéis engañar por su tierna y afable apariencia, porque los yayos son gente muy chunga.
No estoy seguro de hasta qué punto es cuestión de la edad. Supongo que la maldad tiene que venir ya intrínseca en la personalidad de cada uno, pero lo que sí tengo claro es que la vejez tiende a potenciar las peores cualidades del individuo. Y es normal. Necesitas un empujón extra cuando ves que el sexo deja de ser una opción, tu matrimonio tiene la misma pasión que el de Pepa y Avelino, descubres que en Netflix no ponen películas de Paco Martínez Soria y no sabes muy bien cómo funciona Snapchat. ¿Y a qué te dedicas entonces? Pues, por supuesto, a toda clase de business turbios.
En el caso de mis abuelos, se han dedicado a lo que mejor saben hacer: cotillear.
Ya os conté hará una década —en uno de esos posts que tanto me avergüenzan y que son el motivo principal por el cual este blog ya no tiene buscador— que en nuestro bloque de pisos tenemos pinchada la cámara del interfono a la antena de televisión. Era más barato que comprar telefonillos modernos con pantalla y para mis abuelos se convirtió en el mejor reality show posible para echar la tarde. Y la mañana. Y la noche, también.
Al principio sólo recurrían a la cámara de vez en cuando y más que nada para reírse de las caras de nuestros vecinos, a quienes también obsequian con diversos (y frecuentemente incomprensibles) motes de la talla de La Pija, El Fraile, El Chiki-Chiki, La Estirada, El Hobbit o Los Indignados (que era como llamaban a los Podemitas antes de que se pusiera de moda meterse con ellos). Pero ha llovido mucho desde entonces. Esos eran los buenos tiempos. Los tiempos sanos. Ahora la tienen puesta prácticamente las 24 horas del día.
Poco a poco fueron sofisticando su modus operandi hasta integrar la cámara del interfono en su operativo de espionaje particular, convirtiéndola en una de sus herramientas principales: la utilizan para saber exactamente a qué hora entra y sale cada persona del edificio, se aprenden los horarios de los vecinos y tienen calculado a la perfección el lag de la transmisión para saber cuánto va a tardar en subir a su piso alguien a quien acaban de ver entrando en el portal. Si coincide con que esta persona habita en nuestra misma planta, se coordinan para quedarse uno mirando al televisor mientras el otro se asoma a la mirilla para propiciar algún encuentro fingidamente fortuito y de naturaleza inquisitiva.
They’re watching you
Al igual que las entrañables Florence y Katherine Lyman —las dos únicas gemelas del mundo con Síndrome de Savant— dedicaban sus días a ver el programa de Dick Clark registrando cualquier mínimo cambio en su apariencia, memorizando sus prendas de ropa y alterándose sobremanera si algún día por lo que fuera no emitían el show; mis abuelos reaccionan de la misma forma cada vez que un vecino se sale de sus rutinas habituales. Por lo general sólo teorizan durante horas sobre por qué el marido de La Pija ha salido más tarde de casa o por qué el hijo de Los Indignados no ha ido al colegio ese día. Pero también los he visto pasar a la acción de formas más directas, rastreras y siniestras.
Jamás olvidaré aquella terrorífica mañana.
Mi abuela se plantó frente a la puerta de casa, abierta de par en par. Fingía estar fregando, pero en realidad estaba al acecho. Teniendo memorizadas las rutinas de los habitantes del bloque, sabía que Los Indignados se habían saltado la suya y que no habían abandonado su domicilio en el orden y horario de siempre. Por tanto, tocaba hacer una inspección rutinaria. Ella intuía que iban a salir del piso de un momento a otro. Y así ocurrió. El primero en hacerlo fue el hijo pequeño de la pareja, de unos tres o cuatro años, que siempre tiene por costumbre adelantarse a sus padres para ir llamando al ascensor mientras estos terminan de prepararse.
Esta pregunta, aparentemente inofensiva, estaba formulada con una precisión milimétrica. La intención era que el chiquillo lo negase, claro está, ¿quién sale a dar una vuelta con su hijo un lunes en horario escolar? Pero, al ser un niño, la cosa no iba a quedarse en una simple negativa. Y mi abuela lo sabía, de ahí que le sometiera a una manipulación digna del mejor interrogatorio policial. Para cuando los padres se asomaron por la puerta, el crío ya había contado absolutamente todo el drama familiar que propició la disrupción de sus actividades ordinarias.
Ante la atónita mirada de Los Indignados y apenas pudiendo contener la enorme felicidad que le provocaba el valioso material que acababa de obtener, las únicas palabras que salieron de la boca de mi abuela fueron:
Eso sí, el premio gordo llega cada vez que el cartero trae correspondencia para alguien que no esté en su casa en ese momento. Porque ellos son los primeros en ofrecerse, al estilo buitre, a entregar la carta a su destinatario en cuanto lleguen. El objetivo real, obviamente, es dilucidar cuál puede ser su contenido basándose en el remitente, el peso y tacto del sobre. Una vez llegan a una conclusión aproximada sobre qué debe de ser, utilizan esa elucubración para criticar y/o ridiculizar al receptor durante horas. O días.
La situación empezó a adquirir unos tintes verdaderamente tenebrosos cuando descubrí que mi abuelo se había comprado unos prismáticos dignos del pedófilo más apañado y que iban a ser empleados para cubrir más terreno en el caso de que la operación del día requiriese asomarse a la ventana. A partir de ahí yo ya tenía asumido que el siguiente paso natural sería que se hicieran con unos walkie-talkies o unas gafas de visión nocturna. Por suerte, la única concesión que han hecho de cara a las tecnologías más sofisticadas ha sido abrirse una cuenta en Facebook.
Si hay algo que se parezca un poco a la vejez, en el sentido de ser capaz de desatar los instintos más bajos del ser humano, son las redes sociales. Por separado ya son conceptos peligrosos, pero si los juntamos el resultado puede ser fatal. He visto a mi hermana de 16 años darle un uso enfermizo a Facebook y aun así os garantizo que es mil veces menos tóxico que el que le dan mis familiares septuagenarios.
Cada fotografía, cada texto y cada estado con el que sus contactos actualizan sus perfiles es sometido a un exhaustivo análisis en busca de pruebas de todo tipo: «¿Esos muebles que se ven de fondo en la última foto de la Rosarito serán nuevos? ¿Cómo se los puede pagar si no tiene ni un duro?», «Hoy es el cumpleaños de la Mari Puri, pero su hermana no le ha dado a ‘Me Gusta’, eso es que están enfadadas», «¿La Julita ha puesto una foto de una paella? Seguro que es para darnos envidia. Pues ahora ponemos otra foto de alguna paella nuestra, aunque no sea de hoy da igual…».
Y así cada día.
Parecen comentarios inocuos, pero van cargados de veneno y pasivoagresividad
Como ya veis, este nivel de bilis acumulada en ellos resultaba cada vez más insostenible. Por momentos, hasta rozaba peligrosamente la ilegalidad. Sólo un milagro podía salvarlos de acabar en la cárcel si esta escalada de violencia psicológica continuaba en aumento. Afortunadamente, la televisión acudió a su rescate una vez más.
Mis lectores catalanes seguramente estén familiarizados con un programa de TV3 llamado ‘Cuines’ (‘Cocinas’). Su primera etapa no tenía mucho misterio: era el típico espacio de cocina normal y corriente, al estilo del de Karlos Arguiñano. La única particularidad que tenía era que en lugar de contar con un presentador fijo, cada semana ponían a un chef distinto para que promocionase los mejores platos de su restaurante.
‘Cuines’ se caracterizaba principalmente por ser un puto coñazo y aburrir hasta la agonía a cualquier espectador que no se encontrase en plena senectud. Llegados a este punto, no os tengo que decir que mis abuelos eran fans acérrimos. El idilio duró bastantes años, hasta que la cadena decidió que quizá sería buena idea refrescar un poco el formato de cara a mejorar los índices de audiencia.
En 2016 el programa se reinventó, esta vez dándole todo el protagonismo a un presentador fijo: Marc Ribas, un chef de Terrassa más cercano al hijo de puta que te vende los Frappuccinos (e insiste en que te refieras a él como barista) que a los cocineros desgarbados y sin ritmo televisivo que solían desfilar cada semana en la etapa anterior. Este movimiento, nacido con la voluntad de atraer al público hipster, chocó por completo con toda la estructura de valores y creencias que comparten los yayos.
Porque, a ver. Los hipsters otra cosa no sé, pero yayo-friendly no son.
Esa gente independentista que no quiere renunciar a la comida ecológica
Contrariamente a lo que pude prever en su día, este cambio repentino de target no consiguió alejar a mis abuelos ni lo más mínimo. De hecho, ahora lo siguen más que nunca. No se pierden ni una sola emisión, jamás fallan a su cita diaria. Lo curioso es que pasó de ser su programa favorito a convertirse en un perfecto catalizador de odio. A estas alturas de la vida acaban de descubrir lo que es el hate-watching y disfrutan como gorrinos practicándolo.
Cada vez que el cocinero hace alguna deconstrucción agridulce de la crema catalana, ellos lo viven como si fueran un grupo de twitteros comentando en directo la última peli de Sharknado. No pueden faltar los mordaces e irónicos chascarrillos al estilo de «ahora que ya lo ha cocinado, ya puede tirarlo a la basura» o «siempre dice que está todo muy bueno, nunca dirá que es una mierda, no…». Nos creíamos aquí los millennials que éramos la hostia, los más graciosos y alternativos. Que lo petábamos con nuestros hashtags y mierdas tróspidas. Pero no. Han tenido que venir unos putos yayos para bajarnos los humos y recordarnos quién manda realmente aquí.
La parte positiva de todo esto es que ahora mis sufridos vecinos tienen una media hora de tregua al día. Treinta minutos de descanso en los que pueden hacer lo que les dé la gana y con la tranquilidad de que no van a estar los Big Grandparents vigilándolos. Que sí, que ya sé que se trata de un lapso de tiempo efímero y que analizando la situación fríamente concluiríamos en que no existe motivo alguno de celebración. Todo esto es completamente cierto.
Pero, ¿acaso la vida no consiste también en aprovechar y disfrutar de esos pequeños momentos de calma que preceden a la tempestad viejuna?
Esta noche se celebrará en Lisboa la 63ª edición del Festival de la Canción de Eurovisión. Quienes ya me conozcan sabrán de sobra que guardo una relación con este evento que oscila entre el amor incondicional y el odio más visceral. Si bien soy uno de sus más ávidos seguidores y llevo viéndolo año tras año desde que tengo uso de razón, reconozco que en muchas ocasiones soy incapaz de sentarme frente al televisor sin acabar con los ojos inyectados en sangre y echando espuma por la boca ante el cúmulo de despropósitos que termino presenciando.
El año pasado, sin ir más lejos, me llevé el cabreo del siglo cuando Salvador Sobral se alzó como el ganador absoluto de su edición. En el caso de que no recordéis de quién se trata no os preocupéis, es perfectamente normal: fue aquel que actuó mientras todo el mundo aprovechó para ir a mear. Claro, podemos seguir fingiendo que nadie se durmió durante su intervención y que su victoria fue por méritos propios en lugar de estar motivada por la lastimica colectiva que despertó entre el público al saberse que estaba a punto de quedarse muñeco debido a sus problemas cardíacos.
Irónicamente, ahora que ya tiene corazón nuevo parece que la gente se ha dado cuenta de que es un puto imbécil. A buenas horas.
Pero estas cosas forman parte del encanto, en realidad. Soy plenamente consciente de que la cosa no tendría ni la mitad de gracia si dejase de proporcionarme las intensas dosis de indignación anual que necesito para descargar adrenalina. Eurovisión no sería lo mismo si no ganase casi siempre la canción más petarda o insufrible de todas. Y desde luego el festival también perdería mucho si España intentase concursar de verdad, como si pretendiese ganar alguna vez, en lugar de seguir mandando la purria habitual para evitar tener que cargar con los costes de la organización al año siguiente.
Precisamente de eso os venía a hablar hoy aquí. Como ya sabrán todos aquellos que no vivan en una cueva alejados de la cualquier atisbo de civilización, este año España será representada por dos concursantes de la exitosa última edición de Operación Triunfo: Alfred y Amaia. Como no pretendo herir las sensibilidades de mis potenciales lectores, ni entrar en polémicas de ningún tipo, evitaré comentar que la canción escogida me parece un zurullo de proporciones bíblicas y que sus intérpretes tienen para mí el mismo carisma que la roña que se me queda pegada a las zapatillas de estar por casa.
Optaré, en cambio, por hacer una valoración justa y objetiva. Me basaré en hechos empíricos para contar cómo los medios de comunicación y las redes sociales nos han querido meter por la garganta una historia de amor inexistente.
Retrocedamos en el tiempo unos cuantos meses.
Todo iba bien cuando empezó Operación Triunfo 2017. Y cuando digo que «todo iba bien» me refiero a que a todos nos sudaba los cojones el programa y nadie daba por culo más de la cuenta comentándolo a todas horas por Facebook o Twitter. Por desgracia, todo esto cambió a partir de la tercera gala, cuando alguien tuvo la feliz idea de dejar que Alfred y Amaia cantasen a dúo «City of Stars» de la banda sonora de La La Land. El problema ya no era arruinar por completo una canción bastante chula de una película que lo es aún más —que también—, sino que la enorme química y complicidad que tendrían que tener entre ellos para llevar la actuación a buen puerto brillaba completamente por su ausencia.
Y claro, el sector del público más adicto a los culebrones se encontraba en aquel momento sediento de amoríos. Por tanto, tuvieron que aferrarse a lo primero que encontraron y se empeñaron en fingir que dicha química entre Alfred y Amaia sí que existía.
Y, a ver…
No.
¿Podemos echarle un vistazo a este vídeo? Os pido, por favor, que os fijéis en las caras de ellos dos. Decidme si sus expresiones faciales os parecen las de una pareja enamorada y no las de dos individuos que van locos por echar una bomba de humo y desvanecerse entre las sombras.
Sí, ya sé que si les observamos por separado en entrevistas o en otras actuaciones nos daríamos cuenta de que Amaia siempre lleva de serie la misma cara como de oler mierda. Podría comprar ese argumento si no fuera por Alfred. ¿Qué excusa tiene él? No puedo pasar por alto esa forma de entrecerrar sus ojos para evitar el contacto visual con ella, ni cómo aparta sutilmente la cara cada vez que tiene la de Amaia enfrente. ¿Será que no soporta tener a su compañera delante o que ésta presenta un severo caso de halitosis?
Entre las caras de asco de él y la gélida sonrisa sin alma de ella, ninguno de los dos parece realmente querer estar ahí compartiendo escenario. Hay un problema cuando la supuesta pareja idílica y adorable que tiene que llenar páginas y páginas de Tumblr con sus fotos más cuquis transmiten menos pasión mirándose el uno al otro que Brendan Dassey mirando a la nada durante su juicio por asesinato. Lo que tendrían que ser unas miradas cargadas de magia y amor sólo parecen estar plagadas de grima.
Aunque, como os podéis imaginar, en nada influyó que Alfred y Amaia se pasaran toda la actuación con la misma cara que tenía yo en el cine cuando me tocó ir a ver Escuadrón Suicida. El pescado ya estaba vendido. Las redes sociales echaban humo, los medios de comunicación les siguieron el rollo y la productora del programa se propuso exprimir al máximo a su nuevo fenómeno de masas.
Aquí Alfred se acaba de desgarrar el ano.
Podíamos ir dando ya por hecho que al menos uno de los dos sería el ganador del concurso. Tampoco hacía falta ser muy avispado para deducir que sería Amaia quien se llevase el gato al agua. Y es que, pese a ser más sosa que un pastel de aire comprimido, en talento le daba unas cuantas vueltas a su partenaire. Y si dejásemos de lado la calidad, tampoco sería muy descabellado catalogar a Alfred como un puto cretino. En general. En la vida. Pero eso es algo que no voy a hacer porque ya he dicho que no me interesaba entrar en polémica.
El caso es que no me puedo ni llegar a imaginar lo miserables que deben de sentirse ahora mismo estos dos. Porque la cosa no ha cambiado mucho desde entonces. Ha ido a peor, de hecho, desde que fueron seleccionados como nuestros representantes en Eurovisión en una gala especial del reality donde concursaban. Para todos aquellos afortunados que no hayan tenido aún el cuestionable placer de escuchar la canción que defenderán esta noche en Lisboa, aquí os la traigo.
Una vez más, intentad no pensar en que el tema compuesto para la ocasión parece el descarte de la banda sonora de alguna secuela de Disney directa a DVD, centraos en lo importante: sus putas caras.
Yo lo único que veo en estos tres minutos de incomodidad musical es a dos pobres diablos condenados a vivir un falso romance deliberadamente ambiguo con una persona que seguramente les caiga más bien tirando a regular. Porque a alguien a quien quieres de verdad no le regalas un libro de Albert Pla por Sant Jordi. Y lo peor es que no pueden dar ni un solo paso en falso, claro. Al mínimo mal gesto que se hagan públicamente se les caerá el tenderete que tienen montado. Por no poder, ni siquiera pueden cagarse un poco en su país para aliviar tensiones.
Si quieren tener una carrera en el mundo del espectáculo, si quieren triunfar y hacer realidad el sueño de sus vidas, tienen que pasar primero por este peaje. Tienen que mantener este paripé, por lo menos, hasta esta misma noche. Y no estoy del todo seguro de que consigan llegar hasta entonces sin asesinarse el uno al otro. Lo reconozco: al principio me caían mal. Muy mal. Pero ahora ya no. Ahora ya sólo soy capaz de sentir una pena genuina por ellos. No puedo hacer más que desear que cese de una vez su sufrimiento. Bueno, el de ella. El de él me da un poco igual, pero porque es subnormal. O al menos eso es lo que diría si quisiera entrar en polémica. Pero como no quiero, no lo digo.
En resumen: con todo esto no estoy queriendo decir que José María Íñigo haya muerto por culpa de ellos ni debido a la incomodidad que le creaban con su presencia grimosa en el festival, pero de lo que sí estoy casi seguro es de que tampoco ha ayudado.
21 de abril de 2018.
11:35 de la mañana.
Mateu y yo nos citamos en la plaza donde se encuentra nuestro antiguo instituto. Pronto se nos uniría también nuestra querida amiga Paula. No es que a ninguno de los tres nos apeteciera acudir especialmente a aquella reunión de ex-alumnos, pero en cuanto leímos —unos días antes— la noticia en diversos medios de comunicación de que uno de los profesores del centro había sido apartado por presuntos abusos sexuales, las ganas de ir a ver el mundo arder se nos dispararon así como de repente. Nunca es mala ocasión para ser una persona horrible.
Pero más allá del morbo, y aunque quizá no quisiéramos admitirlo, es posible que sí nos hiciera un poco de gracia reencontrarnos con viejas caras conocidas. Las de nuestros compañeros, sí, pero también las de los pobres docentes a quienes amargamos la vida hace unos pocos años. Tampoco estaría del todo mal revivir ciertos recuerdos tragicómicos, obscenos y esencialmente patéticos que tuvieron lugar entre las paredes de aquel recinto. Y, ¿por qué no? Coronar el mediodía disfrutando de una deliciosa paella.
Bueno, no.
Ahí no puedo pluralizar. Sólo yo manifesté interés en aquella paella.
Con varias semanas de antelación, en el evento de Facebook que el community manager del instituto creó para la ocasión, subieron un formulario en Google Docs para que quien quisiera pudiera apuntarse a comer paella ese día. Quince euros. Picoteo, paella, vino y postre. Una oferta que a mí me pareció tentadora, pero ninguno de mis acompañantes compartía mi opinión. Es más, estoy casi seguro de que fui el único de mi promoción que puso su nombre en el formulario. Temía ser también el único que se apuntase en general, viéndose los organizadores obligados a tirar de Paellador y dejar que me lo comiera en un taburete apartado en una esquina. No ocurrió. Pero casi.
Al llegar, fuimos recibidos por la directora. Me atrevería a decir que nunca antes se había alegrado tanto de vernos. Puede que no nos reconociese del todo. El que sí nos recordaba perfectamente era nuestro ex-profesor de Educación Visual y Plástica, con quien compartíamos bastante afinidad en aquellos tiempos. Nos preguntó a todos nosotros qué había sido de nuestras vidas. Mateu respondió. Paula respondió. Para cuando me tocó responder a mí, pude oír cómo las risas de aquel señor me precedían. No sé por qué me sorprendo de la poca fe que tiene la gente en mí.
—Perdón, es que contigo ya me entra la risa antes de tiempo.
—No te preocupes, es normal —respondí resignado.
—Bueno, luego comiendo hablamos, que ya he visto que te has apuntado a la paella.
12:00.
Nos adentramos de nuevo en esos pasillos, observando cómo habían adquirido un cariz propio de una película de terror. Vimos cámaras de seguridad que antes no estaban y nos preguntamos si las habrían puesto esa misma semana por lo del profe pedófilo. No sé si ayudó mucho el volver a pasar por aquellos recovecos en los que mis compañeros de Primaria me hacían bullying, los baños mixtos donde tuve algunos escarceos libidinosos, las esquinas donde me castigaban por ser un fracaso académico con patas, el patio de recreo donde recibí alguna que otra hostia y más de un escupitajo, el aula donde me oriné encima o la máquina de cafés frente a la cual vomité.
Lo que estoy seguro que no hizo mucho por levantar mi moral fue volver a ver mi orla de 4º de la ESO. No sólo por recordar que no hace tanto mi cabeza lucía una esplendorosa cabellera, sino porque justo al lado de la orla estaba mi otra orla de 4º de la ESO. Supongo que aquel curso me gustó tanto que no pude evitar repetirlo. Había, eso sí, algo de poesía en ver las dos orlas juntas. Sobre todo porque mis dos fotografías parecían estar mirando la una a la otra y estoy casi seguro de que para sacarme la de la izquierda fui recién duchado y para la de la derecha no.
Dimos una vuelta más por el patio y nos deleitamos con el torneo de baloncesto formado por las cuatro personas —literalmente— que tuvieron el valor de inscribirse. Lo cierto es que la afluencia de gente no era precisamente la esperada para un evento de estas características. Se respiraba algo de pochez en el ambiente. Faltaban alumnos. Faltaban profesores. Faltaban participantes en el torneo de baloncesto. Pero la gente que vino se llevó su buena dosis de sorpresa y emoción. Al verme la cara, al menos.
Cuando se nos acercó nuestra tutora de Primaria nos dimos cuenta de que no me reconoció. Al decirle mi nombre pude ver cómo se le descomponía la mirada y se le salía el corazón por la boca.
—Pero los ojos los tienes igual —me dijo.
Nos ha jodido.
13:00.
Mientras todos los asistentes nos juntamos en el patio para hacernos una foto de grupo, traté de calcular mentalmente cuántas de las personas con las que me había cruzado aquel día me habían borrado de Facebook. Al rato, me topé con una compañera de mi segundo 4º a la que tenía en mucha estima pero con quien hacía siglos que no hablaba. También la reconocí de milagro. Había crecido, desde luego. Tuve que decírselo.
—Has crecido.
—Me lo dicen mucho, sí.
—¿Qué tal todo?
—Muy bien, muy bien. Aquí, con lo mío. ¿Y tú?
—Pues un poco menos con lo mío de lo que me gustaría. Pero intentándolo.
—¿Sigues con lo del Juankiblog ese?
—Lo tenía un poco abandonado, pero ahora lo he vuelto a relanzar.
—Ah, pues ya lo miraré.
Le dije que hacía ya unos dos años desde que publiqué mi último post, pero que me acababa de dejar un dinero en que los majísimos señores de Code me hicieran un rediseño de la web. También le pedí a MikeWaz unas cabeceras con logotipos nuevos que le quedaron la mar de apañadas. La intención por mi parte es la de volver con las energías renovadas, pero tampoco quiero que nadie se lleve a equívocos o se haga falsas ilusiones: soy el típico hijo de puta que se compra unas deportivas en el Decathlon para salir a correr cada día y que después de usarlas una sola vez las deja criando polvo en el fondo de un armario hasta que se pudran. Pues con esto me puede pasar lo mismo.
Además, algunos de mis lectores se preguntarán por qué he estado tanto tiempo sin escribir. Aunque a muchos seguramente les sude la polla y la mayoría de los que lleguen a este blog ya ni me conocerán. Por si acaso: hola, soy Juan Carlos. No os preocupéis, esto es como la última peli de Saw, es un soft-reboot y no hace falta leerse los 1300 posts anteriores para entender los nuevos. Esto millennial-friendly total.
Claro, que yo empecé con este sitio a modo de diario personal para soltar sin filtro alguno un sinfín de vómitos de dudosa ideología, anécdotas sexuales incómodas, muchísima perversión y sin duda un material de fábula para quien quiera arruinar mi carrera cuando me haga famoso sacando a la luz los textos que escribí con doce años.
—¿Y por qué dejaste de publicar?
En parte, por vagancia. También por falta de tiempo, una vida personal tortuosa, mi trabajo, lo de las críticas de cine, muchos proyectos secretos que por desgracia quizá nunca se materialicen y, en general, un terror absoluto ante la idea de que mis textos sean malinterpretados, tomados al 100% en serio o usados para hacer daño a gente que no se lo merezca. Me autoimpuse un filtro absurdo que hoy decido volver a quitarme, entre otras cosas porque estoy seguro de que ya no me va a leer casi nadie. Ni siquiera mi madre.
Es más, mi madre está enfadadísima conmigo y no deja de recriminarme que, cito textualmente: «hayas estado perdiendo el tiempo con la mierda ésta del blog que no te ha servido para nada cuando podrías haberte hecho youtuber como el Auronplay y ser millonario».
—Vaya, lo siento. ¿Y qué ha sido de tu vida?
Ahí le conté que sigo siendo una persona más o menos igual de miserable que antes. Que me compré un iPhone X sólo para seguir jugando a Pokémon GO cuando ya no estaba de moda, que viajé a Zaragoza sin motivo aparente (aunque me dio para la mejor colección de fotos que he tomado en mi vida), que me invitaron al Salón del Cine y las Series de Barcelona, que he hecho monólogos en sótanos con la buena gente de Ajajojejo, que creé la web Crítico Crónico para abandonarla poco después (aunque siga pagando el dominio ya que soy subnormal) y que me hice una cuenta en Vero porque me respeto muy poco a mí mismo.
—Bueno, Juan Carlos, no hacía falta que me contaras todo esto…
—Cierra la boca, ¡eres un recurso narrativo!
—¿Un qué?
—Cuando tu yo de la vida real lea esto le va a explotar la puta cabeza.
14:00.
Hora de comer.
Después de suplicarle a mis amigos que se quedaran conmigo a la hora de comer —incluso cayendo tan bajo como para ofrecerme a pagar la paella de Mateu para no acabar jalando yo a solas—, conseguí que por lo menos se sentasen en mi mesa aunque no probasen bocado alguno. Nuestro ex-profesor de plástica se sentó a mí lado, como prometió previamente, y pudimos contarnos nuestras vidas mientras nos jactábamos de haber pagado quince euros por una paella que la verdad es que era pura ambrosía con arroz.
Aquella mañana hubo decepción, terror y vergüenza a partes iguales. Pero lo cierto es que no fue el puto desastre que podría haber sido. Y no lo fue porque, una vez más, gente que es mucho más guay que yo optó por hacerme compañía cuando más lo necesitaba. Todavía no sé, después de todos estos años, si les caigo bien de verdad o si sólo les doy mucha lástima y les da cosica dejarme solo. En cualquier caso, ahí estuvieron para salvar el día.
En el fondo, no habían cambiado tanto las cosas.
A día de hoy podríamos afirmar que la forma más fácil, rápida y eficiente de cabrearse es conectándose a Internet. Y no, no lo digo por la insuficiente y pobre recepción que ha tenido mi indiscutible temazo compuesto con bucles de GarageBand y cuya letra haría sonrojar al mismísimo Nacho Cano en un mal día.
Al menos no sólo lo digo por eso.
Como quizá habréis intuido por la sutileza del título de este post y las imágenes que lo acompañan, si hay algo que me esté crispando últimamente cada vez que navego por mis redes habituales son las enormemente polarizadas, intensas y viscerales reacciones que ha despertado la nueva película de Cazafantasmas.
Repito: la nueva película de Cazafantasmas.
Que Hollywood se ha quedado sin ideas ya no es noticia. A nadie debería sorprenderle el nivel obsceno de prostitución al que someten los estudios a sus franquicias más conocidas y/o exitosas. Y ahora más que nunca, que tanto se está llevando lo de exprimir la nostalgia y sacarse revivals, reboots y remakes encubiertos del nabo constantemente. El descomunal éxito de películas como Jurassic World o Star Wars: El Despertar de la Fuerza avala este fenómeno con creces.
Claro, que el público tampoco está siempre igual de receptivo y no se traga todo lo que le echen. Este mes, sin ir más lejos, se han presentado los tráilers de las versiones televisivas de películas tan aparentemente intocables —cada una en su género— como El Exorcista y Arma Letal. Y, desde luego, no se puede decir que hayan sido ovacionadas unánimemente por el público. Más bien han provocado pereza, indiferencia o urticaria según el cariño que cada uno le tuviera al material en que se basan.
Pero es curioso que ni siquiera el hecho de convertir una de las películas más aterradoras de todos los tiempos en la enésima exploitation del cine de terror japonés que pasó de moda hace una década o el de coger una de las buddy movies más emblemáticas, frescas y divertidas del género y transformarla en una serie de acción clónica haya cabreado tanto a la gente como los tráilers de Cazafantasmas.
El primer avance de la película tiene ya casi un millón de dislikes en Youtube, ostentando así la novena posición en la lista de los vídeos más odiados de dicha plataforma. Para que os hagáis a la idea, estadísticamente hablando, es posible que alguien se haya topado con un vídeo de miembros del Estado Islámico ejecutando públicamente —decapitación mediante, asumo— a alguno de sus enemigos y aun así le ha parecido sensiblemente menos repugnante que el tráiler de Cazafantasmas.
Y os preguntaréis a qué viene tanto cabreo. ¿Realmente la película pinta tan chunga? ¿Qué está pasando aquí? ¿Nos hemos vuelto locos o qué?
Ah, ya.
Que está protagonizada por mujeres.
Sé que este tema se ha tratado mil veces antes. Y mil veces mejor de lo que podré tratarlo yo, para qué nos vamos a engañar. Pero aun así, no puedo resistirme a aportar mi granito de arena. Lo irónico es que se trata de una película que me la habría traído al pairo de no ser por toda la sobreexposición mediática a la que se ha visto sometida. Es lo que tiene Internet, al final uno termina posicionándose sobre cualquier tontería.
Insisto, Cazafantasmas.
Aunque existen cientos de variables, si tratamos de simplificarlo al máximo, podríamos clasificar a la gente que más ruido está haciendo sobre este tema en tres grupos, pertenecientes a su vez a dos bloques distintos. Igual de despreciables todos ellos, cada uno a su manera, representando lo peor del ser humano.
1. LOS QUE SE QUEJAN a) MachistasEste grupo no necesita presentación alguna. Ya los conocéis. Os los habéis encontrado. Por todas partes. Y si no lo habéis hecho, no tardaréis mucho. Últimamente los veréis frecuentando el tráiler de Rogue One, quejándose con argumentos tan elocuentes como: «¡¿Qué pasa?! ¡¿Que ahora la moda son protagonistas chicas o qué?!». Absolutamente verídico, muy a mi pesar.
Curiosamente, son la misma gente que llevan décadas tragándose que John McClane no se muera como mínimo seis o siete veces en cada entrega de La Jungla de Cristal, que devoran ávidamente cualquier secuela de Los Mercenarios sin plantearse que quizá sus actores ya no estén para esos trotes, que tienen súper entrenada y desarrollada la suspensión de la incredulidad para cualquier cosa que esté protagonizada por un hombre. Sin embargo, no toleran que Melissa McCarthy sea una heroína de acción —en una comedia— porque lo consideran inverosímil. La Salchicha Peleona sí, Espías no.
Lo más increíble del tema es que su mayor queja consiste en que, según ellos, con este tipo de películas Hollywood está intentando imponer una nueva ideología «feminazi y chupiprogre». Porque todos sabemos que eso es exactamente lo que pretende una película de Cazafantasmas.
«¿Y para cuándo el día del hombre?» b) Frikis
Aquí las quejas son un poco menos ofensivas, pero no por ello están exentas de ser una completa julandrada. Este colectivo es el que defiende que la obra original es absolutamente intocable y no debería ser modificada bajo ningún concepto. El mínimo cambio ya representa una completa violación de su infancia. Esto es así. Porque, como todo el mundo sabe, que hagan una nueva versión de Cazafantasmas significa que ya nunca más se podrá acceder y disfrutar de las originales. Van a quemar todas las copias. Punto.
También suelen ser los típicos capullos que se quejan cada vez que el personaje de un libro o cómic cambia de género o raza en su adaptación cinematográfica. Porque está claro que el Kingpin de Michael Clarke Duncan no fue realmente cojonudo y que Michael B. Jordan fue el único motivo de que Cuatro Fantásticos fuera un zurullo hediondo como la copa de un pino.
Aunque en estos casos no me gusta ser mal pensado. Quiero creer que no se trata de xenofobia o misoginia, que los tiros no van por ahí, al menos no en todos los casos. Es posible que algo de eso haya, aunque sea a un nivel totalmente inconsciente, pero estoy casi seguro de que hay gente que simplemente es demasiado friki y no tolera divergencia alguna con respecto al material de origen. Gente que se quejaría en cualquier caso.
«¡Han violado mi infancia!»
2. LOS QUE NO SE QUEJAN
a) Social Justice Warriors
Porque, sí, existen. Para los que no conozcan el concepto, estos justicieros sociales suelen estar preocupados hasta el extremo por preservar la corrección política, no rebasar nunca los límites del humor y posicionarse a favor de cualquier minoría. Procurando que todo el mundo se entere, en el proceso, de lo absolutamente concienciados que están.
Normalmente, suele tratarse de varones blancos, cis y heterosexuales que por algún motivo sienten la necesidad compulsiva de recordarle públicamente sus privilegios a todo aquel que no pertenezca a un colectivo desfavorecido, posiblemente para demostrar algún tipo de superioridad moral. Se caracterizan también por mosquearse ante cualquier injusticia, sobre todo cuando ésta es una nimiedad como un templo (ese oxímoron).
Para ellos, esta película es nada más y nada menos que el estandarte oficial del feminismo. Una maravilla del séptimo arte destinada a cambiar el mundo. Poco más que la nueva venida de Jesucristo, vaya. En realidad, poco les importa que sea buena o mala, sólo quieren que sea un éxito para poder bañarse en lágrimas masculinas. Y si cometes el error de criticarla delante de ellos, sea por el motivo que sea, prepárate para ser automáticamente estigmatizado como el machirulo pollaherida más grande que habita en la faz de la tierra.
Si no estáis familiarizados con el idioma de Shakespeare (y no sabéis el asco que me he dado a mí mismo después de escribir esta última frase), el vídeo puede resumirse en que James llevaba años esperando que anunciasen una secuela de Cazafantasmas con el reparto original, pero sus implicados estuvieron mareando tontamente la perdiz hasta que la trágica muerte de Harold Ramis en 2014 impidió fulminantemente que esto fuera posible.
Y es un sentimiento que comprendo.
Sí, lo de negarse a verla puede interpretarse como una pataleta de niño pequeño enfurruñado porque le han tocado lo suyo. Sí, podríamos clasificar a James Rolfe en el grupo de los frikis intransigentes que he mencionado antes. Pero, honestamente, ¿quién no se ha sentido así alguna vez?
Dentro de unos meses se estrenará Escuadrón Suicida, y todo aquel que me conozca sabe que no tengo interés alguno en verla. ¿Por qué? Porque el Joker, mi villano comiquero favorito, será convertido en un cani to’ damaged interpretado por Jared Leto, actor que me cae como el ojete de un orangután. Los tráilers (me) pintan mal y los precedentes inmediatos del universo cinematográfico por el que están apostando DC y Warner no podrían darme mayor repeluco. Y no la quiero ver. Mi corazón de friki ermitaño no podría soportarlo. Sería demasiado para mí.
Y es un sentimiento irracional, absurdo y profundamente estúpido. Pero está ahí. Y no me puedo librar de él, por mucho que lo intente.
Al igual que yo me pronuncio sobre esto, un tema que sabéis que me apasiona sobremanera, en mi blog, el señor James Rolfe también tiene todo el derecho del mundo a hacer lo mismo. Si a mí la gente me pregunta constantemente qué me parece Escuadrón Suicida porque saben que soy fan del Joker, no me quiero ni imaginar la de gente que estaría porculeando a Rolfe (que tiene más de dos millones de suscriptores en su canal de Youtube) con la dichosa Cazafantasmas.
¿Y qué ha pasado? Lo previsible. La gente del primer grupo, los machistas más rancios que os podéis imaginar, han convertido el vídeo en su nueva punta de lanza. Se lo han pasado en grande meando fuera de tiesto llenando los comentarios del vídeo con alegatos conspiranoicos y profundamente misóginos, criticando la película única y exclusivamente por el hecho de estar protagonizada por mujeres (tema que el vídeo trataba de puntillas y sin quejarse en ningún momento por ello). En definitiva, se han apropiado de la pataleta infantil de James para convertirla en un panfleto machirulo.
Todo esto, en última instancia, lo único que ha provocado es un linchamiento masivo por parte del colectivo de justicieros sociales que seguramente ni se hayan molestado en ver el vídeo de James en primer lugar. Desde luego, al pobre lo han puesto fino (y a su esposa también, de regalo).
Y todo esto, insisto, no por El Padrino. No por Ciudadano Kane. No por El Crepúsculo de los Dioses.
No. Por Cazafantasmas.
Y ahora es cuando toca mojarse. Mi opinión está muy clara: voy a ver esta película. No porque sea especialmente fan de la saga original, ya que la primera entrega me pareció más carismática que legítimamente buena y la segunda un despropósito hecho para sacar dinero rápido y fácil. Por lo tanto, si este reboot (o lo que coño quiera que sea) resulta ser un truño, no creo que mi infancia se sienta particularmente mancillada.
La única razón por la que quiero ver Cazafantasmas es por su director, Paul Feig, artífice de comedias tan bien paridas como Bridesmaids o la ya mencionada Espías. Servidor, que se ha partido el ojete con cada colaboración de este director con Kristen Wiig y Melissa McCarthy, no tiene ninguna duda de que sabrá volver a exprimir al máximo la vis cómica de estas dos. Y, con suerte, al resto del reparto también.
Y sí, los tráilers son una mierda.
Pero es que son tráilers.
Esa es otra, la película se las ha apañado para despertar lo peor de todos nosotros como sociedad y sólo hemos visto los tráilers. Que se supone que intentan venderte lo mejor de la película, sí, pero no son pocas las veces en las que fracasan estrepitosamente. Sobre todo en comedias. ¿Y sabéis por qué? Porque a veces una broma depende íntegramente del contexto en el que se la sitúe. El que puede parecer el mejor chiste de la película por el tráiler, puede terminar provocando vergüenza ajena en la sala de cine. Y otros que pasen totalmente desapercibidos en el avance, ganar enteros una vez visto el cuadro completo.
Y eso sin contar las veces en las que un tráiler es deliberadamente engañoso. O, qué coño, cuando te miente sin pudor alguno. ¿Os queréis quedar picuetos? Echad un vistazo a los tráilers de Puente hacia Terabithia o de The Babadook, y luego ved las películas. Os vais a cagar en cuanto os deis cuenta de que, esencialmente, os han vendido otra cinta.
Por lo tanto, creo que muchos están precipitándose a la hora de alzar —o lapidar) la película como gran ejemplo de obra feminista, cuando lo más seguro es que termine siendo una comedia chorra sin mayor pretensión que la de hacerte reír si tienes el día flojo y/o menos de once años. Como cualquier otra película de Paul Feig, vaya.
Y sí, han cambiado el reparto masculino por uno femenino. ¿Por qué? ¿Qué motivo real hay detrás de esa decisión? ¿Se trata de un paso más hacia la tan ansiada igualdad entre hombres y mujeres? ¿Un intento de darle un soplo de aire fresco a la franquicia? ¿Una burda estratagema de marketing para que discutamos entre nosotros tan fuerte que acabemos haciéndoles publicidad gratuita en todas partes? ¿O es que ahora la moda son protagonistas chicas?
No lo sé. Y me da igual.
Porque lo único que me importa al fin y al cabo es que sea buena.
No me malinterpretéis, el hecho de que exista un blockbuster veraniego protagonizado por mujeres me parece cojonudo. El problema es que luego estas mujeres vayan a seguir cobrando menos de lo que habría cobrado un hipotético reparto masculino por desempeñar exactamente los mismos roles. El problema es que, en pleno 2016, el papel reservado para la afroamericana del grupo esté aún más estereotipado que el de la película de hace más de 30 años. O eso parece, al menos. Y digo parece, porque aún no la hemos visto.
Lo más grave no es que hayamos puesto el grito en el cielo sin siquiera haber visto la película.
Lo más grave es que lo hagamos con una película que va sobre cazar fantasmas.
Es posible que muchos de vosotros os estéis preguntando por qué llevaba tanto tiempo sin escribir en este blog. También puede ser que no, que os sudase los cojones por delante y por detrás, pero vamos a fingir que me echabais de menos. ¿Por qué he estado tan desaparecido por estos lares? Para explicar esto os podría dar una retahíla de excusas, desde la más lógica a la más absurdamente rocambolesca.
Y creo que es exactamente lo que voy a hacer.
Lo más fácil para mí sería decir que he estado ocupando todas mis energías escribiendo para mi nuevo proyecto, Crítico Crónico, un blog de críticas de cine enfocado única y exclusivamente a que yo pase un buen rato sirviéndome de mi verborrea y pasión por el mundillo para hacer algo relativamente productivo. Podría decir que no me quedan fuerzas para llevar dos proyectos paralelos, pero estaría mintiendo.
También podría argumentar que, sencillamente, me he quedado sin ideas que yo considere lo suficientemente buenas para escribir por aquí. Que me he vaciado por dentro, que hacer esto ya no me motiva ni me divierte tanto como hace unos años. Que soy demasiado vago, quizá. Pero tampoco sería verdad, ni mucho menos la razón por la cual he dejado de lado este blog.
Lo más lógico, teniendo en cuenta la clase de persona que soy, sería asumir que llevo todo este tiempo sin actualizar porque desde la publicación de mi último post no he hecho nada más que masturbarme compulsivamente, sin piedad ni mesura alguna, durante mi tiempo libre. Y aunque eso sí que se acerca un poco más a la realidad, tampoco es lo que me ha llevado a esta situación.
El único motivo de peso por el cual no me he sentado frente al ordenador a escribir para vosotros, mis queridos lectores, es porque el 31 de diciembre del 2015 cerraron el mítico Cinesa Maremagnum.
Y estoy triste.
Que sí. Que ya no atraían al público como antes. Que no molaban tanto como otros Cinesa. Ni tenía sala iSens, ni era tan grande como el de Diagonal Mar, ni tenía el rollito vintage atractivo del de La Maquinista. Las instalaciones estaban en horas bajas y la sensación de abandono por parte de los clientes y de la propia Cinesa era imposible de disimular. Y sí, yo mismo reconozco que últimamente sólo acudía a ese cine porque era el que más cerca me pillaba de casa, no porque lo considerase la mejor opción.
En realidad, sé perfectamente que no es descabellado imaginar que más pronto que tarde se plantearán abrir unos nuevos cines de otra cadena en el mismo lugar. Ya sé que, hoy por hoy, no deben de ser el negocio más rentable y seguro en el que invertir, pero quién sabe. Después de todo, raro es el centro comercial potente que no cuenta con su propio cine. Aunque también es verdad que se follaron al IMAX Port Vell sin pestañear y ahí sigue todavía el edificio muerto de asco (con el cartel colgado de Harry Potter y las Reliquias de la Muerte – Parte 1 como símbolo de derrota absoluta).
Lo que me ha puteado de verdad es tener la certeza de que voy a dejar de ver a una persona que, sin haberme dado cuenta de ello hasta que la perdí para siempre, se había convertido en una parte muy importante de mi vida. Estoy hablando de la entrañable señora que trabajaba como taquillera en el Cinesa Maremagnum desde que tengo uso de razón. Aquí termina la parte de este artículo que es para vosotros.
El resto es para ella.
Sí, ahora te estoy hablando a ti. No sé qué posibilidades reales tengo de que leas esto, pero seguro que merece la pena el intento. Nunca supe tu nombre. Nunca te supiste el mío. Es más, tampoco estoy muy seguro de que recuerdes vagamente mi cara, pese a haber sido uno de tus clientes más asiduos desde los últimos quince años y de que me hayas visto, en esencia, crecer. Cada vez que nos veíamos parecía ser la primera para ti. Aunque alguna semana me hubiera dado el venazo de ir dos o tres veces seguidas, daba igual. Siempre partíamos de cero. Eso formaba parte del encanto. A veces entrábamos con buen pie, otras no tanto.
No tenías reparo alguno en ser cortante, seca y asquerosamente borde cuando, por algún motivo, mi grupo de amigos y yo retrasábamos las colas que se formaban en ocasiones. Pero también era de agradecer tu sonrisa, casi maternal, de alivio cuando ya llevábamos todas las ofertas a mano y no mareábamos la perdiz más de lo estrictamente necesario. De todos modos, si algo te honraba era que nunca silenciabas el micrófono de tu ventanilla para ponernos a parir. No. Si tenías que decirnos algo, lo hacías a la cara. Como tiene que ser.
Nunca acabamos de comprender muy bien todas las palabras que salían de tu boca, debido a tu particular forma de hablar. Al principio pensábamos que tenías un acento chungo, que debías de ser charnega o algo por el estilo. Con el tiempo, una fuente anónima me hizo saber que en realidad naciste sin paladar y te tuvieron que operar por ello. ¡Joder! ¡Hasta tu historia personal es digna de mención! ¡Tienes los orígenes de una supervillana chunga! ¡Eres la Bane del Maremagnum! Y eso sólo te hacía molar más y alimentaba tu leyenda, desde luego.
Insisto, no sé cómo te llamas. No sé cuántos años tienes. No sé si ya te has jubilado, si te han trasladado a otro Cinesa, si te has quedado en el paro o si han cerrado el cine contigo dentro. Que, por otra parte, no me extrañaría ni molestaría que hubieran hecho eso último. Esos cines te pertenecen a ti. Nadie más se los merece. Tú siempre has estado ahí. Sonriente, con cara de asco, metiéndonos prisa o bromeando cínicamente.
No sé si nuestros caminos volverán a cruzarse, ni si en tal caso recordarías mi cara. Tampoco sé si, hipotéticamente, al leer estas líneas querrás partírmela directamente o qué. Lo único que sé es que, si aquella vez que fui a ver Spectre sin tener ni la más remota idea de la tragedia que estaba por venir resulta ser nuestro último encuentro, tienes que saberlo: no me importa.
Y no lo hace porque, para mí, tú siempre estarás en la taquilla de mi corazón.
Os voy a contar una cosa que, probablemente, habiéndome visto la cara en la cabecera de este blog —y más si tenéis la desgracia de que os sale aquella en la que voy medio travestido—, ya os imaginaréis: no soy lo que se dice un experto en lo que al tema del ligoteo se refiere.
He tenido que ir aprendiendo de mis (estrepitosos) errores con el paso de los años, y aun así a día de hoy me considero un auténtico desastre en ese aspecto.
Y de lo poco que he llegado a aprender, de las pocas cosas a las que eventualmente he llegado a una conclusión, es en el hecho de que hay un lugar que ningún residente en Barcelona debería pisar jamás en su primera cita, a no ser que quiera que la cosa acabe, ya no en fracaso, sino en tragedia.
Nunca he sido una persona supersticiosa, y en realidad ni siquiera creo que se trate exclusivamente de un tema de gaferío, sino que estoy seguro que intervienen muchos factores no cuantificables ni empíricamente demostrables siquiera, que se acumulan uno detrás de otro para terminar culminando en una cita que jamás llegará a buen puerto.
Estoy hablando del Starbucks situado en la plaza Universitat. Sé lo que estáis pensando: es un lugar a priori idóneo para una primera cita. Una charla tranquila con la persona a la que esencialmente estás tratando de seducir resulta una propuesta más que tentadora. Y, si además la chica es un poco hipster, la tendremos mojando las bragas desde el mismo momento en el que le propongamos ir. Además, hay sofás, y vayas a la hora que vayas casi siempre tienes garantizada una mesa libre porque el Starbucks que se llena hasta reventar es el de Plaza Catalunya que además está justo al lado.
Pero cuál fue mi asombro cuando, hace unos días, en una puesta en común con mi querido amigo Mateu ambos dedujimos que, cada vez que hemos llevado a una chica allí en nuestra primera cita, no hemos vuelto a tener relación alguna con ella. Ni siquiera dirigirnos la palabra. En el mejor de los casos, quizá terminásemos retomando brevemente el contacto pero no hasta después de varios meses.
Y hoy he decidido que voy a hablaros del caso relacionado con este fenómeno más jodido ante el que me he enfrentado hasta ahora. Aprovechando que ya ha pasado un tiempo más que prudencial desde lo ocurrido y que puedo contar estas cosas sin temer posibles represalias legales. Lo único que podría perjudicarme un poco sería mi imagen pública, pero creo que ya está lo suficientemente deteriorada. Tampoco me vais a coger mucho más asco.
Allá voy.
Era una tarde de verano bastante aburrida en la que ya me había masturbado todas las veces que el cuerpo humano considera soportables. Y quizá unas dos o tres más. No tenía nada más que hacer, todas las series que seguía estaban de parón y la idea de aprovechar el tiempo libre para desarrollar mi vena creativa y/o tratar de canalizar mi aburrimiento hacia algo productivo estaba descartada desde el principio.
Y entonces ocurrió aquello.
Recibí una solicitud de amistad en Facebook. De alguien del sexo opuesto. Sí, eso que a las mujeres os pasa a razón de veinte veces por día, pero cuando nos pasa a un tío nos ponemos inmediatamente a descorchar una botella de cava, porque ese es el asco que damos. Acepté, cómo no, por el simple hecho de querer saber qué le traía a esa muchacha, llamémosla Agnés (es el nombre que más rabia me ha dado imaginar que tiene), a agregarme sin venir a cuento.
Antes de dirigirle la palabra, y tal como dicta el protocolo de toda red social existente, procedí a ejercer una inspección rutinaria por su perfil, echándole un ojo a todas y cada una de sus fotos en un tiempo récord de menos de dos minutos. No le había dado tiempo a decirme el primer «Hola» que yo ya estaba capacitado para diseñar un modelo tridimensional de ella con el 3D Studio Max (¿Esa mierda aún existe? Porque yo me compré un montón de fascículos cuando vendían aquel cursillo en los quioscos).
Parecía una chica bastante agraciada, pero un poco a medio cocer. Aun así, sólo era un par de años menor que yo (o eso decía), por lo que un hipotético escarceo sexual entre nosotros todavía entraba dentro de la legalidad vigente en nuestro país, así que no vi problema alguno. Quizá las fotos no eran recientes, después de todo.
Al preguntarle quién era y por qué me agregó, me sorprendió diciéndome que me conocía a raíz de este blog. «¡Genial, una gruppie!», pensé, como el auténtico gilipollas miserable y baboso que soy.
Como ya tenía la mitad del trabajo hecho y no tenía que fingir ser una persona menos perturbada de la que soy en realidad, pude dedicarme pura y llanamente al cortejo. Ella, después de todo, parecía más que receptiva así que la cosa iba sobre ruedas. La conversación entre los dos se alargó hasta altas horas de la madrugada, y subiendo de tono cada vez más. Tocamos todos los palos, dicho sea de paso. De la ñoñería irracional a la obscenidad más viciosa.
Nos precipitamos, acordamos quedar para conocernos en persona esa misma semana. La conversación subió de tono de nuevo. Nos precipitamos más, acordamos quedar para el día siguiente mismo. La conversación siguió alargándose, entre varias promesas de besos y abrazos en cuanto se propiciara el encuentro. Intercambiamos números de teléfono, acordamos el sitio y la hora. Nos quedamos dormidos hablando. Lo tenía completamente a testículo. Nada podía fallar.
Hasta que al día siguiente, en el punto de encuentro y a la hora acordada, no se veía ni rastro de la señorita Agnés. Pasaron los minutos mientras largas gotas de sudor frío recorrían mi frente. No contestaba por WhatsApp, no contestaba por Facebook. Al llamarla directamente al móvil para saber dónde estaba, descubrí gracias a mi operadora que su número de teléfono no existía. Genial.
Después de esperar durante 45 interminables minutos, la chica terminó apareciendo. Se disculpó sin tener cara de estar sintiéndolo demasiado, poniendo alguna excusa perezosa que no recuerdo. De lo que sí me acuerdo, por el susto que me llevé, es de que al verla en persona aparentaba una edad (todavía) menor que en sus fotos de su perfil. No exagero si os digo que parecía acabar de cumplir los doce años. Mal rollo.
Cuando le pregunté por lo de su número de teléfono inexistente, se excusó diciendo que invirtió por error el orden de los dos últimos dígitos al dármelo. ¡Qué cabeza la suya! Reescribió ella misma el número de nuevo en mi agenda y fue entonces cuando me sorprendí a mí mismo siendo lo suficientemente rastrero como para efectuar una llamada delante de ella para comprobar que esta vez sí lo había escrito correctamente.
Como no teníamos ningún plan preestablecido y el sitio nos pillaba cerca, decidimos ir nada más y nada menos que —lo estáis adivinando— al Starbucks de Universitat. ¿Qué podía salir mal? Charla distendida, sofás y Frapuccinos de vainilla.
Al hablar con ella y hacerle las preguntas típicas sobre, en fin, cómo demonios una niña que aparentaba cursar 6º de Primaria había encontrado mi blog, por qué le gustaba y el motivo por el cual decidió contactar conmigo, no tardé en darme cuenta por la vagueza de sus respuestas de que realmente no parecía ser realmente una fan de esta página, sino más bien alguien que acababa de leerse en diagonal un par de escritos míos.
Pero eso no era lo único que me escamaba, cuando nos sentamos en los sofás y empezamos a charlar, ella parecía bastante fría y distante. Desconozco si fue culpa mía, aunque traté de ser lo más gentil que pude con ella —y, ante lo sospechoso de su físico, abandoné cualquier intención de mojar el churro que tuviera hasta el momento— y procuré que se sintiera cómoda, haciendo pequeñas bromas que ni siquiera conseguían arrancar en ella un mísero ápice de sonrisa que pareciera legítima y no para quedar bien.
Por si eso fuera poco, me interrumpía constantemente para llamar por teléfono desde un móvil que, además, parecía un modelo recién sacado del año 2005. Me contaba que sus padres eran extremadamente controladores y sobreprotectores (no puedo decir que no los entienda: su hija doceañera estaba quedando con un chico de Internet, literalmente, tras una sola conversación, sin conocerlo de nada y teniendo éste un blog con posts sobre follar con downies como única carta de presentación; es como si su hija estuviera pidiendo a gritos terminar muerta en una cuneta) y que tenía que llamarlos para que no se enfadaran con ella.
Interrumpió unas 4 veces nuestra conversación para llamar. No habría sido nada alarmante si nuestra cita hubiera durado algo más que los 50 minutos que finalmente duró y de no ser porque después de cada llamada, su hora de irse cada vez se recortaba un poquito más, y con una excusas cada vez más absurdas. La chica quería salir de allí por todos los medios. No se lo impedí, faltaría más.
La acompañé a la parada de Metro, como el buen caballero que intenté ser pese a las hórridas circunstancias que me rodeaban y me despedí de ella con un abrazo de cortesía que a ella ni siquiera pareció hacerle especial gracia, pero que accedió a darme antes de irse.
Tras una escuetísima conversación por Facebook esa misma tarde, en la cual debatimos sobre la posibilidad de volver a quedar (de acuerdo, viéndolo con cierta perspectiva, quizá pequé de poco avispado al no pillar del todo las sutiles indirectas que me dirigieron en aquella primera cita), Agnés no volvió a hablarme durante el resto del día y terminó desapareciendo por completo a la mañana siguiente. Bloqueo en Facebook y móvil apagado. Maravilloso.
Llamadme optimista, pero antes de sentirme rechazado, me sentí preocupado. Temí, sencillamente lo peor: que sus padres —recordemos, sobreprotectores y controladores como ella dijo— hubieran leído nuestra conversación del día anterior y a la pobre cría le cayese una bronca de campeonato y la hubieran obligado a borrarme de todas partes. O, sencillamente, que le hubiera pasado algo malo. En un primer momento no sentí como si ella me hubiera querido borrar del mapa sin motivo alguno. No digo que yo no sea lo suficientemente repugnante como para que una chica no quiera volver a quedar conmigo, ni que aquella cita presagiara una bonita historia de amor entre los dos, pero después de todo si nos ateníamos a los hechos…
1º Ella ya me había visto. No sólo en fotos, sino también en vídeo. Y también me había leído. Por lo tanto, pudo formarse una imagen mental bastante precisa de qué pinta tengo, de qué hablo y de cómo lo hablo.
2º No meé fuera de tiesto en ningún momento en toda la velada: la traté con respeto y procuré que se sintiera cómoda todo el rato. El único momento chungo fue el del abrazo, y después de todo ni siquiera la toqué hasta que ella se me acercó, tan sólo le tendí los brazos abiertos y ella terminó accediendo. No hubo ningún contacto físico no consentido.
3º En 50 minutos con 4 (largas) interrupciones telefónicas, a uno no le da tiempo material para cagarla lo suficiente y conseguir que una chica no quiera volver a saber nada de él.
Y, además, en el caso de que hubiera decidido borrarme por completo de su vida, lo único que tenía que hacer era decírmelo y me habría ido sin dejar rastro y sin problema alguno, más allá de llevarme otro revés en mi ya de por sí podrida autoestima, pero la verdad es que por uno más tampoco me iba a morir a esas alturas.
De hecho, creo que a cualquier persona a la que vayan a largar prefiere que se lo digan directamente. Primero, por lo malos que somos algunos con las indirectas (tendremos Asperger, es posible, pero decir «no» no cuesta nada y nos ahorramos todos unos cuantos disgustos), segundo, porque no dejar las cosas claras siempre me ha parecido un gesto más bien cobarde.
Obviamente, no era plan de acosar a la pobre chica si no quería saber nada de mí, pero quería asegurarme de que ese era el caso (optimista, gilipollas y posiblemente stalker que es uno). Pero después de un par de intentos fallidos de contactar con ella por teléfono durante aquella semana (siempre tenía el móvil apagado), finalmente desistí. Si quería huir de mí estaba en su derecho, y si le había pasado algo malo en realidad tampoco había nada que pudiera hacer por ella.
Un par o tres meses más tarde, por pura curiosidad y con el mero propósito de comprobar si seguía viva (pese a todo, seguía estando más preocupado por ella que cualquier otra cosa, el interés por follármela se desvaneció desde el primer momento en el que la vi, pero sí que me cayó lo suficientemente bien como para no descartar una posible amistad), se me ocurrió llamarla desde otro teléfono. Hice una llamada a su móvil desde el fijo de mi casa. Esta vez sí que lo cogió. La conversación, no obstante, no fue del todo satisfactoria.
—¿Hola?
—¿Agnés?
—Sí, ¿quién eres?
—…soy Juan Carlos.
Y colgó.
Tampoco sé qué respuesta esperaba obtener, realmente. En realidad me habría bastado con una escueta explicación, pero ni eso. Afortunadamente, no tardó en enviarme un SMS unos minutos más tarde. Lo comparto con vosotros, porque no tiene desperdicio alguno.
Estuve meditándolo durante un largo tiempo, y finalmente llegué a tres posibilidades sobre qué había podido pasar realmente aquí:
1º Esa chica no me conocía de nada, me agregó por puro aburrimiento y se hizo pasar por fangirl para caerme bien. Al verme en persona y encontrarse con el pedazo de feto que soy, se rajó a base de bien y huyó despavoridamente. Y encima yo fui tan gilipollas que la llamé tres veces como si fuera un puto loco obseso, por lo que la acojoné aún más sin proponérmelo.
2º Siguiendo mi teoría de que sus padres leyeron la conversación ñoñitórrida que tuvimos aquella noche, seguramente tomaron unas represalias contra ella bastante jodidas y estrictas, por lo que cuando la llamé intentó alejarme lo máximo posible para que no la volvieran a castigar. En realidad, esta opción no contradice realmente a la primera, son complementarias.
3º Me estaba investigando la policía.
No, en serio, pensadlo bien. Todo encaja. Creo, genuinamente, que la policía estaba investigándome. Esa chica no era más que un cebo para pedófilos. Es la explicación más creíble de todas las que se me ocurren.
Si os lo paráis a pensar, yo podría ser perfectamente un señor de 47 años haciéndome pasar por un chavalín más joven que, pese a ser un nerdy de mierda, quizá podría resultar medianamente atractivo para alguien (situemos esto en contexto: aún no había publicado Gravità, la gente aún se me podía querer follar). Y qué forma más fácil de conseguir a una vagina menor de edad que gracias a su página de fans de Facebook.
Por lo tanto, creo que la tal Agnés no era más que una pobre niña acojonada a la que pusieron de cebo para ver si yo intentaba zumbármela aunque pesara menos que un pollo. Y de ahí el engaño con los números falsos, el móvil anticuado y las constantes llamadas durante la cita.
Al ver que no me propasé con la chica, la operación se dio por concluida al comprobar que yo no era un violador peligroso, sino un imbécil con muchas esperanzas. Sólo lamento haber puesto en peligro mi inocencia cuando decidí llamarla nuevamente pasados unos meses. Por suerte, después de su SMS lo último que recibió de mí fue un mensaje en el que me disculpé por haberla llamado y manifesté mi intención de dejarla en paz hasta el fin de los días.
Con lo cual, asumo que la policía pudo cerrar de nuevo el caso y que no hubo mayor problema.
Aunque, en honor a la verdad, hace unos pocos meses me la crucé en el Metro (donde toda clase de jodienda ocurre)pero me aparté de su camino a una velocidad de vértigo. Tuve suerte. No me vio. Todo salió relativamente bien, más allá del susto.
Hay muchas moralejas que puedo intentar sacar de esta historia. La primera es que, por muchas esperanzas que tengas, la ausencia de un «no» nunca tiende a equivaler a un «sí». La segunda es que, de todas maneras, un «no» a tiempo siempre sale a cuenta (el problema vendría si dicho «no» fuese ignorado, en cuyo caso animaría a emprender acciones legales inmediatamente). La tercera, que llamar por teléfono a alguien que te ha bloqueado de todas partes sin decirte nada quizá no sea tan buena idea como podrías pensar que es, aunque te atormente la falta de explicaciones es mejor dejarlo estar.
Pero creo que moraleja definitiva, lo que más en claro se puede sacar de todo lo expuesto en este texto es que, hagáis lo que hagáis, por favor: nunca, jamás, en vuestra puta vida… se os ocurra llevar a una chica al Starbucks de Universitat.
Y menos si ésta aparenta doce años.
Ha llegado la hora de hacer una pequeña confesión. Probablemente haya gente que se me vaya a echar encima (si es que todavía le importa a alguien que esta página siga existiendo y/o lo que yo pueda escribir en ella) por lo que estoy a punto de decir, pero allá voy: sí, youtubers del mundo, lleváis toda la razón, os tengo envidia.
ElRubius, Wismichu, Auronplay, JPelirrojo, YellowMellow, entre muchos otros cuyos nombres no logro recordar porque no tengo diez años, tienen varias cosas en común: para empezar tienen éxito, pueden ganarse la vida haciendo lo que más le gusta, son famosos, populares y cuentan con el cariño de millones y millones de personas repartidas por todo el planeta. No sólo han sabido encontrar a un público que los entiende, quieren y apoyan incondicionalmente, sino que además lo han conseguido siendo ellos mismos y desde la comodidad de su casa. Y, casualmente, de una forma muy parecida a la que he intentado hacerlo yo (es decir: no dando un palo al agua).
Algunos de ellos se han pedido matrimonio en Disneylandia, otros han formado parte del doblaje de mi serie de animación favorita de todos los tiempos (irónicamente, justo en la temporada donde más abiertamente se han cachondeado y han echado mierda sobre los youtubers), han publicado libros que han vendido por separado cada uno de ellos más de lo que venderán mis tres mierdas juntas en un millón de años, han sido invitados al programa de Buenafuente y van a follar más que yo en seis vidas.
Y sí, también resulta que cuando me da por entrar en sus respectivos canales de Youtube me dan ganas de arrancarme los ojos y ponérmelos en las orejas para no tener que ver ni oír semejante infame montón de mierda. Y es verdad que cuando leo sus libros sólo me encuentro con tipografías enormes, faltas de ortografía y dibujitos en el mejor de los casos, y en el peor simplemente plagios mongolizados de otras obras —que aunque no sean precisamente buenas, al menos sí son originales e inofensivas—. Huelga decir también que preferiría comerme a una rata viva antes que escuchar cualquier canción de JPelirrojo.
Pero eso ya no es por envidia, es porque me parecen genuinamente una bazofia.
Sigo pensando que no es mucho peor uno que el otro.
Y ya que estamos, que no pare la fiesta, voy a admitir una cosa más: también me dan envidia los famosos que son físicamente atractivos.
Poniendo como ejemplo a Mario Casas y Jared Leto, que son dos personas que me caen especialmente gordas, son dos sujetos que jamás en toda su vida han sido rechazados por su físico, que nunca han tenido problemas para echar un polvo. Primero porque, ya de entrada, están buenos. Segundo, porque además resulta que son famosos y están podridísimos de pasta. No sólo han sido bendecidos por una genética favorecedora, sino que además están dotados de la suficiente fuerza de voluntad de la que yo siempre he carecido (y de la que, para qué nos vamos a engañar, siempre voy a carecer; al menos hasta que me muera a los 24 años) para cultivar y mantener su cuerpo, garantizándose así y un buen aspecto y una buena salud. Es imposible no envidiarles: tienen éxito, salud, fama, dinero, y están como para mojar pan.
Lo que pasa es que también me parecen dos de los peores artistas del planeta, unos pedazos de mierda arrogantes a los que no vacilaría a la hora de acuchillar en la cara una y otra vez mientras sollozan y agonizan de dolor.
Pero eso no es por envidia, es que si fueran feos mi opinión sobre ellos seguiría siendo exactamente la misma. Son malos haciendo lo que hacen. Y punto.
No. No, no, no. ¡NO! ¡NOOOOOOO!
Y precisamente por eso, ahora quiero hablar de gente como Ricky Gervais, Louis CK, Larry David, Edgar Wright o Christopher Nolan. Que así a priori parece una lista de lo más ecléctica, pero también tienen al menos una cosilla en común: son, para mí, de los mejores creadores audiovisuales de la historia. Son exactamente todo lo que a mí me gustaría ser (y a lo que nunca llegaré, debido a mi falta de talento natural, mi tendencia autodestructiva y mi afán por la procrastinación). Y también tienen éxito, también gozan del amor incondicional de mucha gente, también les sobra el dinero, también se lo pasan bien haciendo lo que hacen (asumo), también han encontrado su voz y un público que conecta con ellos y —aunque me parece estúpido tener que decir esta frase por la obviedad del asunto— tienen más talento del que tendré yo por mucho que me lo proponga. Simplemente es así.
Sí, podemos decir «vale, cabrón, pero esto no es lo mismo que un youtuber, porque estos sí que trabajan de verdad», y yo te diré que también existe gente como Doug Walker, James Rolfe o Venga Monjas que hacen cosas que están más a mi nivel. Vale, puedo oír vuestras carcajadas desde aquí, hijos de la gran puta, pero ya sabéis a lo que me refiero: no eran nadie y se han hecho famosos por grabar cosas en su casa y subirlas a Internet. Son populares exactamente por el mismo motivo que la horda de youtubers a los que he mencionado antes.Y da la casualidad de que también los envidio a muerte.
«¿Y a los buenorros de antes qué? ¿Cuál es tu excusa, calvo gordo de mierda?». Mi excusa son Bradley Cooper, Chris Pratt, Matthew McConaughey, Tom Hardy, Ryan Gosling, Christian Bale, entre muchísimos otros. También tienen legiones de quinceañeras (bueno, vale, en algunos casos; en otros ya treintañeras o cuarentonas pero es lo mismo) detrás, con la diferencia de que estos sí que me parecen unos artistas como la copa de un pene, que derrochan carisma por cada poro de su piel y que tienen un talento enorme. Y resulta que no sólo los envidio por todo lo que dije antes, sino que también los admiro y rara vez me perdería algo en lo que estuvieran involucrados.
Insisto, pese a lo mucho que los envidio.
Pero entonces… ¿Qué ha pasado aquí? ¿Me he vuelto loco? ¿No se supone que cuando no me gusta algo es porque soy un cerdo envidioso amargado? ¿No está universalmente reconocido que si le tienes asco a alguien exitoso es única y exclusivamente porque le tienes envidia? ¿No habíamos quedado en que envidiar a alguien significa necesariamente que te tenga que caer mal y que no le puedas admirar?
Pues igual no.
Así que la próxima vez que estés a punto de decir alguna chorrada del estilo de «los que me critican lo hacen sólo porque me tienen envidia», mejor búscate otra excusa. Que ésta ya huele.
Imbécil.
Es muy posible que, como todo hijo de vecino, os hayáis encontrado por Internet con alguno de esos artículos que plagan la red con pequeñas colecciones de curiosidades o consejos sobre diversos temas o, utilizando el mismo formato, un listado de motivos para hacer o no hacer tal cosa.
Lo peor es que, cuando se acercan fechas especiales o días señalados en el calendario, la producción de estos listados siempre se dispara sobremanera. Ya sabéis, que si «10 razones para no celebrar San Valentín» —post que llega puntual, ¡por fin!—, que si «10 cosas que quizá no sabías de la Navidad» (aquí me gusta que se guarden el quizá como pequeño comodín, ¿quién sabe? ¡Nada garantiza que no lo sepas ya! No quieren dar falsas esperanzas…), que si los «10 mejores temas de One Direction» (espera, ¿qué?), etc…
Estos artículos pueblan alegremente las páginas de inicio de nuestras cuentas de Facebook. En el peor de los casos, podemos incluso verlos (y comérnoslos con patatas) en algún RT que nos cuelan en nuestro timeline. Sin duda, este fenómeno cada día se está volviendo cada vez más insoportable, ya que la cantidad de este tipo de listados absurdos va creciendo de forma directamente proporcional a la decadencia de su —ya de entrada cuestionable— calidad inicial… ¡Pero menos mal que aquí en Juankiblog hemos recopilado los mejores 5 motivos para dejar de leer estos artículos de mierda! No te los pierdas.
5. Los has visto en Facebook.Genial. Recapitulemos: así que esa persona, la misma que se ha pasado los seis últimos meses de su miserable vida mermando tu paciencia mandándote una y otra vez solicitudes para que le envíes vidas en el Candy Crush ha decidido compartir lo que él considera una perfecta antología de perlas de sabiduría incuestionables.
Por supuesto, ¿qué menos que fiarnos de su criterio y leer un artículo que para nada nos hará perder absurdamente nuestro valioso tiempo? Tiempo que, posiblemente, podríamos estar empleando en cosas mucho menos dañinas y más productivas, como por ejemplo aprender a hacer ganchillo o auto-practicarnos sondeos uretrales.
4. No son verdades absolutas.
Asumámoslo, la mayoría de estos listados son un auténtico refrito de clichés sobadísimos acompañados de fotografías cursis que tratarán de hacernos creer que lo que nos están exponiendo tiene algún tipo de cohesión o validez en su discurso. Pero no la tiene. Dejémoslo claro, escupir un montón de estereotipos, generalizar y ejercer de psicólogo populista de baratillo no sólo significa no tener la razón, sino que además te aleja bastante de lo que podríamos llegar a considerar una fuente relativamente fiable.
3. Tienen relleno.
No importa cuál sea el tema a tratar. Da igual la extensión del texto, o que la lista de puntos a tratar sea más o menos larga. Porque es inevitable que, de entre todos los apartados, siempre haya alguno que sobre. Ya sea porque se trate de una reiteración de lo dicho anteriormente, por mear un poco fuera de tiesto y salirse por completo del tema o, simplemente, por tratarse de un párrafo de relleno.
Es más, voy a rellenar las próximas líneas sin decir nada nuevo, nada interesante o nada que le importe a cualquiera que se haya puesto a leer este post en primer lugar. Y lo voy a hacer sin despeinarme, ¿eh? ¿Os dais cuenta de cómo os estáis comiendo sin rechistar la basura que estoy escribiendo? Esto es el equivalente literario a arrojar mis propias heces indiscriminadamente a la cara de sea quien sea el que se cruce en mi camino.
Ahora imaginad, por un momento, que encima este artículo se hace viral y lo comparten cientos de personas de tu círculo de amistades. Jode, ¿eh? Ya os podéis ir echando las manos a la cabeza, ya.
2. Son un arma arrojadiza emocional de doble filo.
Porque, seamos serios, ¿estos listados tienen algún propósito aparte de conseguir que te pelees con tu pareja? Yo creo que no. Si estos repugnantes escritos son compartidos más de una vez es por el simple y único motivo de que consiguen que miles de personas de alrededor del mundo se los envíen a sus parejas para echarse en cara cosas.
«16 formas de ser un mejor amante», «5 motivos por los que San Valentín es importante para ellas», «10 cosas que no sabías sobre cómo hacer una mamada como Dios manda». Todas tienen algo en común: sirven para romper relaciones. ¡Demonios, incluso éste que estoy escribiendo yo ahora probablemente se lo envíes a tu novio/a para recriminarle que deje de tocarte los cojones con estas mierdas!
Y lo que es peor, son un arma de doble filo. Al igual que todos los refranes del mundo, cada artículo que salga tiene su contrapartida. No hay un consenso al respecto, entre todos ellos hay argumentos que se contradicen entre sí —joder, ¡a veces ni siquiera hace falta moverse del mismo artículo para hallar inconsistencias como una casa!—. Lo único que está claro es que son destructivos. Muy destructivos.
1. Probablemente lo haya escrito cualquier gilipollas.
Porque, señores, esto no va más allá de escribir una gilipollez para generar tráfico en páginas webs de revistas venidas a menos o en blogs corporativos de los malos. En el mejor de los casos tendrán contratado a un becario al que torturarán diariamente obligándole a rellenar parrafadas insulsas sobre temas trilladísimos y sin salirse de una pauta preestablecida. Maldita sea, si hasta la mayoría de estos posts son traducciones libres de algunos ya publicados en inglés hace semanas, meses e incluso años en los casos de más aberrante desfachatez.
Como veis, es un trabajo tortuoso pero no particularmente difícil. Cualquiera que sepa juntar más de dos palabras está plenamente capacitado para escribir estos listados. Sólo tiene que saber utilizar Google Imágenes y tener cierta verborrea. Hasta un mono con Síndrome de Down podría hacerte diez listados al día si le pones una máquina de escribir delante. Si YO puedo, ¡todos podemos!
¡Así que ya sabéis, muchachada! A partir de ahora ya no tenéis excusa. Cualquier imbécil que os llene de basura vuestras redes sociales (¡como si no hubiera suficiente con el contenido habitual de éstas!) es un imbécil al que quizá mejor os sale a cuenta bloquear. O, por lo menos, silenciarlo; que también es fácil y así puedes seguir siendo el mediocre bienqueda a quien todo el mundo odia.
Nos vemos la semana que viene en nuestro listado de 5 motivos por los que los veganos tienen razón, pero nos suda la polla igual.